Nos falta todo el romanticismo que se ha perdido. Recobrar la autenticidad intrínseca que la propia Fiesta tiene y ponerla en valor. Volver a los cánones clásicos para llenar las plazas.
Por Jaime Bravo.
Hoy ya no se estilan las Manolas. Ni los aficionados se visten de 
domingo para ir a las plazas. El 7 de Madrid está lleno de chinos. Y el 
mayoral, por definición, ya no es ese viejo conocedor de la ganadería 
como antaño. El tercio de varas se ha perdido, la selección por reata 
cada vez es más inexistente, y han desaparecido para siempre, no sé 
cuantas ganaderías de esas que ahora se llaman minoritarias. Esas con 
pelos de colores que tanto parecen aterrar.
La brega aparece en 
el diccionario y poco más, se ha pasado de los “chulos” goyescos, al 
tercio de muleta directamente. Y tampoco se lidia con el toro “difícil”.
 Sólo se torea al de los cuarenta muletazos.
Casi ninguna tasca 
tira serrín al suelo los días de lluvia. “Claveleros” quedan cada vez 
menos. Sólo en algunas plazas, y solamente con “sus” toreros. Y a ese 
“aficionao” sabio que tenía voz en el tendido, ya no se le oye. Murió. O
 se quedó afónico de tanto gritar. Ya nadie le escucha, ni le respeta. 
La Fiesta se muere lentamente con “ese” aficionado. Muere desarraigada 
poco a poco. Se desangra de un bajonazo indigno y nadie pita en el 
tendido. Nadie se levanta de la dura piedra para arrojar las 
almohadillas al ruedo. Todo vale. El albero es más gris que nunca, y no 
estoy hablando de Bilbao.
La crisis en la tauromaquia es un 
hecho, por más que se maquille. Una crisis interna además, animalismo 
aparte. Una crisis profunda sólo comparada a la de los años oscuros de 
El Cordobés. Aquel “Califa” que toreaba desde el esperpento, para 
regocijo del Generalísimo. 
Pero de aquellos tiempos censurados, 
de toros en el celuloide, cuplé, y Anís del Mono, surgió una orla de 
toreros irrepetibles, que propiciaron sin duda, la segunda Edad de Oro 
de la Tauromaquia. Desde “El Viti” a Camino, pasando por Ordóñez, Curro o
 Antoñete. Toreros con mayúsculas, que dejaron un poso de toreo puro, 
fino, con temple y gusto, que bien podría ser el espejo donde mirarse, 
de esos a los que hoy llaman figuras.
Y es que lo clásico nunca 
es “demodé”. La quietud de Pedro Romero, la Verónica de “Costillares”, 
el frágil y sensual estilo de Pepe Hillo, o las monteras de “Paquiro”, 
son el toreo. La pureza y la emoción van cogidos de la mano para éxtasis
 de los tendidos, en una comunión casi mística, entre miedo y arte, 
entre valor y sangre, entre pasión y baile. Y de eso Luis Francisco 
sabía bastante.
Una vez escuché a un amigo definir a Luís 
Francisco Esplá, como “el Bob Dylan” de la tauromaquia. Y creo que es el
 mejor símil que he escuchado. A aquel joven alicantino le tocaría 
bregar con la transición democrática, la movida madrileña, y los 
peinados cardados. Un ambiente más que propicio para dar rienda suelta a
 la creación, a la luz, y que el arte se abriera camino entre tanto 
oscurantismo.
En los ruedos, Paquirri, Robles o Teruel; los 
Clapton, Marley, o Jagger de la tauromaquia. No había sitio para la 
mediocridad. Por aquel entonces, la sombra del torero aún conservaba ese
 aroma añejo y bohemio, de tardes de gloria y sangre. De clamor y 
Manolas en los tendidos. Un Dios patrio.
Entre esos escalafones 
soberbios, aquel muchacho de aspecto sencillo y voz entrecortada, 
consiguió hacerse sitio a base de romanticismo. Sacó del cajón del 
olvido la tauromaquia más clásica, y recurrió al toreo de Goya, al de 
las viejas litografías y las enormes monteras. Recuperó y puso en valor 
suertes desaparecidas. Y junto a Víctor Mendes o El Soro, haría recobrar
 el lustre al tercio de banderillas. La tauromaquia clásica volvía a 
estar de moda, y parecía que más viva que nunca.
Una tauromaquia 
basada en la lidia y la brega. En el conocimiento de las distancias y 
las suertes. En el temple y los cojones. Así, brindaría para la historia
 tardes como la de aquel San Isidro del 82. La “Corrida del Siglo” la 
llamaron con bastante tino. Esa tarde, cuajó frente a un cárdeno del 
“paleto”, uno de los tercios de banderillas más rotundo y torero que 
hayan narrado las crónicas taurinas. De poder a poder, quebró al toro 
con piruetas, por un momento recordó al célebre “Martincho”, lo toreó 
por naturales banderillas en mano, se cuadró en la cara, se asomó al 
balcón... y el éxtasis. ¡Qué par! ¡Qué torero! En el último tercio se 
dobló con él. Muletazo a muletazo dibujó el toreo con el óleo granate de
 la sangre Albaserrada. Y Madrid retomó ese aire castizo que nunca 
perdió. Se paladeaba en el ambiente esos sabores añejos, de solera en 
los ruedos, chotis en las verbenas, y mujeres ataviadas con mantones de 
Manila. Hasta compusieron una coplilla...
'...se quita Esplá el corbatín
pa rematar su faena
y se lo pone a Cortigón
en el pitón por bandera'.
Después, media estocada recibiendo y las dos orejas. ¡Qué gesta! ¡Qué toreo! ¡Qué torero!
Esa
 misma torería, asentada en el clasicismo y los capotes de vuelta azul, 
la arrastró durante años hasta convertirse en el decano del escalafón. 
Tarde tras tarde. Viéndoselas de frente con las ganaderías mas toristas.
 Un lidiador. El Dylan Goyesco. ¡Qué torero!
Cinco años han 
pasado desde su último paseíllo, ahora, es otro Esplá el que luce 
apellido por las cartelerías taurinas. Y han cambiado muchas cosas. Por 
derecho o por decreto, fue novillero puntero, y una de las promesas 
dinásticas que más interés despertaba en la afición. Quizás veían 
proyectada en aquel muchacho la alargada sombra de su padre. Y es que 
tiene bastante de él.
Al Maestro no le conozco, y no sé si quiero
 conocerlo. Sería casi como ponerle cara a Dios, ¡qué sacrilegio! Pero 
al discípulo sí. Lo suficiente como para hacerle un juicio de valor.
Como
 persona, tiene la sonrisa de su padre y la humildad de la gente de 
verdad. Como torero, los andares y el capote de vuelta azul. Me contó 
una vez, que a los catorce o quince años se le ocurrió la temeridad de 
decir en casa que quería ser torero. Y en consecuencia, lo mandaron al 
exilio americano a estudiar. ¡Qué duro es ser torero! Regresó del 
destierro hablando inglés, y con las mismas ganas de coger los vuelos. A
 papá sólo le quedaría resignarse. Tras la alternativa, el parón. Ya no 
le vale nada más que la reata. Ahora tiene que ganarse su sitio en el 
escalafón, como hace treinta años se lo ganó el patriarca. Y me parece 
justo.
La diferencia está, en que el escalafón de los 80, pese a 
ser genial, era aperturista. Seguramente también, fruto del tiempo de 
cambios para mejor.
Hoy, hay un “telón de acero” entre las figuras y 
el resto de toreros casi inexpugnable. Y si a esto le sumamos, que la 
mayoría de las ferias importantes tienen trazadas sus líneas maestras 
antes de Navidad, nos encontramos con una triste realidad. La de los 
contratos firmados en los despachos. Las gestas en el ruedo casi no 
valen ya.
De esta nueva era, ha nacido una hornada de aficionados y 
profesionales taurinos, que creen, o deben creer, que la Fiesta no 
existió antes de que ellos decidieran que les gustaba. Y piensan, o 
deben pensar, que se acabará el día que ellos lo dejen. Se han hecho 
dueños y señores de un patrimonio del pueblo y de la afición, y han 
redactado los nuevos cánones estéticos, justificando además un discurso 
que corre en sentido contrario. Se ha monopolizado todo. Hasta el 
“aficionao'”. Para el detrimento de todos, hasta de ellos.
Recientemente,
 Taurodelta ha lanzado un novedoso programa de gestión para ayudar a 
matadores y novilleros. Mejor tarde que nunca, porque es una buena 
iniciativa, y el género a la venta está muy manoseado. Pero si de verdad
 justificamos la Fiesta como un arte efímero y casi altruista, que se 
note. Que prime el interés de la propia Fiesta frente a los 
individualismos personales. No está la mar para remar contra corriente.
Mientras,
 el escalafón no se renueva, y las principales ferias anuncian carteles 
calcados, repetitivos hasta la saciedad, privando al aficionado (que 
encima es el que paga) de savia nueva. Y no es por falta de buenos 
toreros, el problema es otro. Toreros por descubrir como este nuevo 
Esplá, y como otros tantos que siguen postergados a festejos y 
festivales insulsos, alejados del circuito de las grandes ferias.
Por
 delante, le aguarda una temporada con cuatro o cinco festejos cerrados,
 y en el aire, su posible confirmación en San Isidro. Pese a todo tiene 
suerte. Otros tienen mucho menos. Y así nos va.
Nos falta todo el
 romanticismo que se ha perdido. Recobrar la autenticidad intrínseca que
 la propia Fiesta tiene y ponerla en valor. Volver a los cánones 
clásicos para llenar las plazas. Al toreo cruzado al pitón contrario 
frente al de la “pata atrás” que ahora se estila. Al de los seis o siete
 naturales de verdad frente a las soporíferas faenas en redondo de 
cuarenta pases. Al de los contratos ganados con sudor y sangre. Al de 
los claveles y almohadillas en el ruedo. Al del “aficionao” con voz en 
el tendido. Al de los mayorales y Manolas. Al toreo de antes. El de la 
pureza y emoción, en definitiva. Así de fácil.
Y de difícil.

 


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
