Había un dicho -hoy ya perdido- que
decía “para ser torero, hay que ver la hierba nacer” y en verdad así era,
¡cuántas veces dormían debajo de un roble o encina hasta el amanecer! para
proseguir al despuntar el alba nuevamente el camino en busca de la ansiada
“gloria”. Me estoy refiriendo naturalmente, al maletilla.
Muchos han sido los Matadores de
Toros que en sus inicios han peregrinado por estas tierras jienenses en busca
de gloria y fortuna. Uno de los más conocidos y que ha conseguido el
reconocimiento unánime de los aficionados es el torero albaceteño Dámaso
González. Con el maestro Dámaso tuve la oportunidad de coincidir en un
tentadero en la ganadería de D. Juan Pablo Jiménez Pasquau, Dámaso González
hijo era uno de los invitados. Conversando con el “rey del temple” recordaba
sus andanzas antaño por estas mismas tierras y los días de camino para llegar a
una de las muchas ganaderías existentes en la provincia.
¡Qué tiempos aquellos! tiempos en
los que por cualquier carretera y camino podíamos encontrarnos a esos
chavalillos ansiosos de gloria que “maco” al hombro, estaquillador y vara en
mano, la cual hacía la labor de “ayuda” -hoy de aluminio- llegaba a tan
anhelada finca ganadera donde se había orientado de la celebración de un
tentadero.
A su llegada si tenía suerte,
saciaba su desesperado estómago y llegada la hora del tentadero, con el resto
de “maletillas” presentes se hacía un sorteo o decidían bajar de la tapia por
orden de llegada a la finca.
Si había suerte, que no en todas
las ocasiones era posible, daría unos pases con la remendada “pañosa” para
demostrar a los presentes ante una vaca “exprimida” por el matador de turno, el
toreo que llevaba dentro, mientras tanto llegaba ese ansiado momento, seguía con
la tan aliada espera sobre la talanquera de la pequeña plaza de tientas
esperando esa “oportunidad”, fijo en lo que los maestros ejecutaban, pendiente
a la res en todo momento y sobre todo soñando con que algún día, ya matador de
fama, algo tan bello y grande como lo que percibía a su alrededor, llegaría a
poseer.
Pero antes de lucir el preciado
traje de luces ¡Cuantas zapatillas desgastadas! ¡Cuantos costurones en los
pantalones, provocados por los revolcones en las capeas de los pueblos! Pueblos
donde sus gentes, si había estado bien ante los “morlacos” que compraban para
la celebración de sus Fiestas, no dudaban en ofrecer algún manjar y al
anochecer, a la espera de otra jornada de camino, podía dormir al amparo de un
pajar de vecino compasivo con el “maco” de almohada y de manta el viejo
recosido capotillo, a la espera de que a otro día pudiera repetir la hazaña o
se cambiara el ganado, algo en la mayoría de las ocasiones improbable, ya que
en ocasiones llegaba la noticia de que en tal o cual pueblo la vaca fulanita o
el toro menganito habían dejado mal herido e incluso exánime a algún otro
maletilla, desconocedores a veces y conscientes en otras, que el ganado era el
mismo que recorría prácticamente toda la zona, habiendo incluso reses que
habían sido soltadas de “mamonas” para deleite de los más pequeños.
Muchas zonas de nuestra geografía
han sido testigo del deambular de estos románticos, encontrándose muchos
matadores ya retirados y de notoria fama. Algunos de ellos, viendo las primeras
actitudes frente a un toro de estos chavales, les echaban una mano, llevándoles
a su propia finca “arropándole” para probar fortuna, pero eso sí; las cosas
eran claras, ¡chaval, si vales te ayudaré, de lo contrario busca un oficio del
cual puedas vivir! no pierdas el tiempo, esto no es fácil.
Hoy los tiempos han cambiado y
muchos jóvenes podrán llegar a pensar que el invento de las Escuelas Taurinas
tal y como se conoce en la actualidad ha
existido siempre.
Aquellos maletillas bien organizados
Dámaso González hijo
El "Rey del Temple" y Juan Pablo Jiménez Pasquau