Permitidme que os cuente una experiencia vivida. Años ha…!.
Corría el año 1973, Diciembre, Sáhara español (entonces), donde
permanecí doce años (1964-1976). El territorio llevaba sufriendo tres años de pertinaz
sequía y la población nativa, “saharauis,
u hombres azules” se llaman, padecían
una hambruna galopante, junto a las consiguientes secuelas de desnutrición,
infantil ante todo, además de diarreas, disentería, etc. junto a la pérdida de
parte de los exiguos ganados que poseían… cuatro o cinco cabras u ovejas por
familia, a lo sumo, y alguna camella que otra, algunos. No más!.
Nuestro gobierno, entonces,
envió miles de toneladas de alimentos no perecederos y cereales para el ganado,
que se distribuyeron, gratuitamente y de inmediato, entre el 90% de la
población nómada más necesitada, que era la mayoría (no más de cien mil
personas). Diseminados por los más de doscientos cincuenta mil kilómetros
cuadrados de extensión de la colonia española. Aproximadamente la mitad de España.
Junto a las innumerables caravanas de camiones, abarrotados de
alimentos para personas y animales, que se diseminaron por las diversas y
vastas regiones desérticas del territorio, fueron secundadas por grupos de
facultativos, médicos y enfermeros, que intentaron, y en parte consiguieron,
cortar o paliar las endémicas enfermedades que padecía la población. Se
desplazaban a los focos infecciosos, generalmente bien pertrechados de
medicinas y material quirúrgico, en helicópteros; ¡por aquello de ganarle tiempo
a la vida, aunque al llegar, a veces, la vida ya había expirado!.
Participé en una de esas expediciones
con catorce camiones, de unos diez mil kilos cada uno. Fijé mi “cuartel general” y “centro de operaciones” en el puesto de Miyeg (23ºN, 14ºO) cercano a
la frontera interior y oriental que linda con Mauritania; a unos mil doscientos
kilómetros al sureste del Aaiún, la capital del territorio. El trabajo de
reparto, que duró diez y seis días, era de sol a sol y recorriendo decenas de
kilómetros para encontrar los asentamientos de los nómadas, que estaban semi-agrupados,
por mucho unas cuatro o cinco jaimas (tiendas
de pelo de cabra que les sirve de vivienda),
en dos o tres Km. a la redonda. El volumen del reparto, que era gratuito como
dijimos, estaba en función al número de personas que componía la familia,
número que, de viva voz y sin más comprobaciones, facilitaba la mujer que se
encontraba sola en la jaima o
acompañada de algún hijo menor de cinco años, pues los que pasaban de esa edad,
hijos e hijas, junto con el padre, estaban pastoreando el ganado por el
desierto.
Una tarde…, cuando la luz del día se
encuentra ya casi vencida por la penumbra y el sol, junto con el exiguo
horizonte, principian a perder su luminosidad y comienzan a entintarse de tonalidades
de opacado ámbar, aterrizan en el fuerte de
nuestro cuartel general, dos
helicópteros, cuyos facultativos trasladaban de urgencia, al hospital del
Aaiún, a dos niños esqueléticos de corta edad; tres, cuatro años a lo sumo. La
escala se hizo necesaria, no solo para repostar carburante a los helicópteros,
sino para poder suministrarle a las criaturas unas bolsas de suero, de las que
no disponían en el lugar donde los encontraron, y con ello conseguir mantener
las constantes vitales de los niños, durante el viaje de traslado al hospital.
Unas tres horas y media de viaje.
En el momento de aplicarles la vía
intravenosa para suministrarles el suero, además del oxígeno correspondiente,
saltó la alarma. De inmediato, los facultativos, y yo que presenciaba la
acción, comprobamos con asombro que el flujo sanguíneo de las venas infantiles,
en especial la de uno, eran incapaces de absorber la gota lenta y monocorde del
suero que se deslizaba por el tubo transparente, desde la bolsa suministradora.
La respuesta fue un abultamiento de la vena, en la zona donde se aplicó la vía,
que en pocos segundos adquirió la dimensión de una pelota de ping-pong, lo que
obligó a disminuir el ritmo del goteo de la solución aplicada.
Al ver aquello, interpelé con la mirada al
médico que estaba frente a mí, sobre el niño que veíamos con mayor gravedad, y
la respuesta visual que recibí no pudo ser más frustrante. El rostro del
facultativo se demudó de una forma sobrecogedora y su boca esbozó un rictus de
impotencia. El padre del niño más grave, pues los dos padres acompañaban a los
chiquillos al hospital, al ver el diagnóstico facial del médico y comprendiendo
la gravedad de la situación, lleno de una admirable resignación y sujetando el
sufrimiento, susurró tan solo una frase ininteligible y de un medio chapurreado
castellano: ¡Suerti Mulana! (Sea lo
que Dios quiera). La frase apenas se oyó, pero un profundo silencio invadió la
estrecha habitación donde nos hallábamos y… un ¡Suerti Mulana!, restalló con inusitada potencia dentro de cada una de
nuestras mentes y nos heló la sangre.
La situación, tras más de una hora de
esfuerzos facultativos, pudo estabilizarse un poco y raudos, sin perder más
tiempo, los pájaros de acero se elevaron y alejaron, transportando aquellas dos
incipientes y esqueléticas vidas que, como las nuestras, dependían sobretodo,
además de los remedio de la ciencia médica, de la voluntad insondable de ¡Mulana!. O de Dios, que es lo mismo.
Pasó una noche… pasó un día y otro día…
y no cejaba de resonar en mí mente aquel “Suerti
Mulana”, de aquel humilde y resignado
padre. Fueron tres días en que los silencios que a veces nos invadían a muchos,
se llenaban de la incertidumbre por la suerte de los niños, que sin preguntarnos
nos interpelábamos.
Supimos, después, que uno de los
pequeños se había aferrado a la vida con tanta fuerza que había logrado
sobrevivir, porque así lo quiso Mulana.
El otro, pequeño, desvalido, de esquelética pero linda carita y de un color morenico
de arena sahariana, que aún conservo en mi memoria, tras tres días de espera se marchó, al fin, con
su Mulana.
Desgracia, fatalidad, pérdida de una
incipiente vida?. Nada de todo eso. Lo que ocurrió fue lo contrario, lo
antónimo. Fue una Gracia, un Premio, una Recompensa, una demostración del
Cariño que Mulana dispensa de una
manera especial a los Niños, porque como Dios que es, necesita de la ternura,
la pureza, la inocencia y la alborotadora alegría de los niños y los llama para
recompensarlos. Ya lo dijo nuestro Mulana,
Jesús:”Dejad que los niños se acerquen a mí, porque el reino de Dios pertenece
a los que son como ellos”(Marcos, 10, 14)
La experiencia que saqué de aquella
bendita situación, y digo Bendita porque fue Dios o Mulana, que es lo mismo, quien,
en unos segundo, nos hizo ver que nos estaba dictando una extraordinaria
lección de humildad, de serenidad, de conformidad y aceptación de los designios
de su divina voluntad; sin alharacas ni aspavientos de dolor, por parte de
aquel padre sencillo, pobre y acostumbrado a soportar un sinfín de calamidades que
le deparaba, no solo las inclemencias del desierto, sino su pobreza y su
miseria, fue una lección que jamás olvidaré.
Y aquel niño, al que llamé “Mulanito saharaui” desde entonces, se
fue a disfrutar del reino que le pertenece, a jugar y divertirse con otros
angelitos, a pastorear las ovejas y las cabras de su Mulana celestial y a recibir todo el cariño que su Dios le tenía
reservado.
Oídme, cuando veáis el “cielo emborregado”, no os enredéis en galimatías ni trabalenguas. No!.
Esos rizos de lana acuosa de corderos que veis no son lo que parecen, ni pensáis,
son las pisadas de los saltos de alegría, de las carreras jubilosas de todas
las infantiles criaturas que están jugando y disfrutando felizmente, en ruidosa
algarabía, de ese reino que Dios les regaló.
Pero no permitáis que los árboles os
impidan ver… la realidad. A pesar de lo retórico y ampuloso que pueda parecer el
relato, porque la redacción a veces es así de caprichosa y permite estos giros
literarios, lo esencial es que la pobreza sigue golpeando fuertemente a los más
débiles… del mundo entero!. Tú puedes conseguir ¡Ganar tiempo a la vida!.
Llegar antes de que, esos millones de pobres del mundo, se queden sin fuerza en
el flujo sanguíneo, porque tu ayuda no pasó del intento.
Esta
Navidad ¡acoge un pobre en tu hogar!. No he dicho en tu Casa,
sino EN TU HOGAR. Y al hogar que me refiero lo definió Plinio el Joven
(escritor italiano, 61 al 112, después de Cristo): “Hogar es donde habita el corazón”. Así que, si tú corazón es tu
hogar, recibe esta Navidad a un pobre, y si es un Mulanito, mejor. Ellos son los más débiles, los más frágiles, los
más indefensos, los más desvalidos. Y nuestro Mulana Jesús lo dijo
bien claro: ”Quien recibe a uno de estos
niños en mi nombre, a mí me recibe…”(Marcos 9, 37)
Que Dios bendiga tu Corazón, y tu Hogar. ¡¡ FELIZ NAVIDAD ¡¡
Os desea Plácido González y Familia
PUEDES
AYUDAR:
Acudiendo a tu Parroquia,
y a cualquier
otra Organización Religiosa Misionera.